sábado, 21 de junio de 2008

Cómo hacer justicia sin destruir una cultura

El 13 de abril pasado Pedro publicó la entrada Seguimos con la G4G , en respuesta a mi entrada Sobre la "G4G" (Guerra de 4.ª Generación) dos días antes. En la respuesta Pedro escribe:

(C)onservadores como Juan Aurelio no deben perder el sueño preocupándose por mundos ya pasados. En todo caso lo que deben hacer es usar las mismas herramientas del deconstructor "progresista" (que no liberal, me parece que ya hoy en día esos dos adjetivos describen agendas muy diferentes) para preparar el camino a un estado de cosas nuevo y mas sensato que esta engendro que está consumiendo al planeta y a la humanidad.

Pedro tiene razón al sugerir darle de su propia medicina a la "progresía". Yo esbocé una respuesta que nunca publiqué, pero ahora lo hago:

(Q)uisiera aclarar que no quisiera volver a los tiempos de la Colonia [hispanoamericana]. Mi argumento es que si bien aquéllos estuvieron plagados de iniquidad, las circunstancias específicas en las cuales dieron pie a la Independencia fueron desastrosas, como lo demuestra la historia subsiguiente de nuestro continente hasta nuestros días. Aquellos polvos trajeron estos lodos. Y creo que la razón principal no fue el legado colonial español en sí, como nos quiere hacer creer la narrativa histórica oficial, sino que en vez de reformarse gradualmente las instituciones ya existentes bajo España, éstas fueron demolidas violentamente, creando un vacío de poder que propició las sucesivas facciones y la inestabilidad que hemos conocido hasta hoy.

Incluso aspectos inicuos de la Colonia acabaron por agravarse de facto bajo la República. La que llamo “pigmentocracia”, que Pedro menciona, podría ser un ejemplo en algunos casos, como el de Argentina, donde hubo una campaña de limpieza étnica de los indígenas bajo la República, que no ocurrió bajo la Corona por ser contraria a los ideales universalistas de la cosmovisión católica oficial, en contraste con el credo europeísta laico de muchos prohombres argentinos decimonónicos. Las autoridades españolas ciertamente segregaban las razas -muy mal-, pero no exterminaban como se pretende hacer creer.

En cuanto a mi conservadurismo, me remonto a la etimología: Conservadurismo deriva de conservador, que a su vez deriva de conservar… ¿Conservar qué? En mi caso, instituciones sociales, no porque evoquen un período de gloria ya pasada, sino porque son el resultado de un proceso colectivo y centenario de prueba y error donde se suprime lo malo y se transmite lo bueno. Si el proceso toma tanto, ¿porqué dar al traste con éste, como se hizo con las instituciones coloniales? Igual que a 200 años de aquéllas no se ha podido re [sic, aquí me quedé; supongo que la palabra era “reparar”, así que concluyo el que supongo fuese mi pensamiento aquel día] reparar el orden institucional, ¿cuánto tomará redescubrir las costumbres que se pierdan hoy?

(Fin de mi respuesta)

Pasaron abril y mayo, y a comienzos de junio me topé con sendos artículos en días sucesivos, en mi fuente habitual de lectura de opinión hispana, El Nuevo Herald de Miami, y en ellos se toca algunas de mis inquietudes consignadas en abril, concretamente la erosión de las costumbres, y la pigmentocracia, respectivamente. A continuación incluyo los artículos, pero en orden inverso de publicación, o sea, primero el referente a la pigmentocracia, y luego el referente a las costumbres, o modales en ese caso.

He invertido el orden cronológico porque creo que acabar con la pigmentocracia es la tarea principal, pero el tema de los modales debe atemperar el impulso reivindicativo inicial que provocaría en cualquier persona justa la descripción del cuadro pigmentocrático. Precisamente por el abandono que supone la pigmentocracia, el sector afectado incluye muchos casos de procacidad que no merecen reivindicación política sin antes ser elevados culturalmente, tarea tan importante y justa, pero muchísimo más difícil que la primera. De Lenin para acá se ha visto que cualquier matón o simple patán puede hacer una revolución, igual que cualquier burro puede derribar a coces la edificación de un buen carpintero. Es la carpintería institucional la que debe ser muy bien meditada para que perdure y florezca.

El tabú latinoamericano
Publicado el viernes 06 de junio del 2008

Por HUMBERTO CASPA

A pocos meses de las elecciones presidenciales, el electorado latino tiene la gran tarea de confrontar uno de los tabús que por siglos ha permeado su cultura en América Latina.

El prejuicio contra la población negra en América Latina es real, histórico y ahora está latente en tierras norteamericanas. Raras vecces hemos abordado este tema de una manera objetiva, sin pelos en la lengua y con un sentido autocrítico.

Yo creo que este es el momento de romper con nuestros tabúes y nuestras debilidades de antaño. La victoria reciente de Barack Obama y su virtual nominación por el Partido Demócrata en las próximas semanas pone en tela de juicio la posición de los latinos en el espacio político estadounidense.

De momento, su nominación nos ubica en el mismo terreno embarazoso que a menudo ha sido parte inmanente del grupo dominante de la sociedad norteamericana.

Latinoamérica siempre fue una región de conflictos sociales. Las tensiones raciales y étnicas no sólo se extendieron durante la época de la colonia, sino que también fueron parte constante de la era republicana. Hoy dichas problemáticas se mantienen vigentes en cada una de las estructuras sociales de los países latinoamericanos.

En tal caso los libros de historiadores y algunas crónicas novelescas no mienten. América Latina tuvo una vergonzosa cultura de darwinismo social, llena de prejuicios contra la gente indígena, los negros y aquellas personas que no ostentaban el llamado ''emblema'' blanco.

A pesar de los años y batallas traumáticas por la emancipación de los oprimidos, las sociedades latinoamericanas nunca han logrado evaporar esos residuos de discriminación contra los grupos minoritarios.

Históricamente la cultura latinoamericana ha idolatrado lo blanco y a menudo ha menospreciado lo negro. Los grupos sociales y étnicos que se encuentran en la antesala de estos dos extremos con frecuencia se alejan del segundo por propias conveniencias.

En este sentido, el mulato haitiano o brasileño prefiere anteponer su sesgo blanco ante su sociedad para sentir alguna propiedad ínfima de poder. A algunos indígenas de las regiones andinas de Bolivia, Perú y Ecuador les preocupa no tener una porción blanca y algunas veces han tratado, incluso, de negar su propia identidad milenaria con tal de asimilarse a una estructura social que raras veces los incluyó.

Por otra parte, muchos mestizos latinoamericanos hacen gala del porcentaje mínimo de sangre europea que corre en sus venas y trata, en lo que pueda, de ocultar sus raíces indígenas.

Así es América Latina. Llena de prejuicios y de vicios raciales y étnicos. En tierras norteamericanas los prejuicios entre la gente latinoamericana desaparecen debido a que el grupo dominante no distingue su variedad étnica, sino que los trata como un solo grupo.

En otras palabras, los indígenas, los mestizos e incluso los blancos latinoamericanos pasan a ser parte de los grupos dominados, subordinados y por ende discriminados.

Paradójicamente la campaña electoral del Partido Demócrata parece que ha despertado esos vestigios del pasado latinoamericano. No se sabe a ciencia cierta si el electorado latino mantiene aquellos prejuicios enraizados contra las poblaciones afroamericanas.

En consecuencia, las elecciones de noviembre nos harán ver si es que la solidaridad latina en tierras norteamericanas es congruente con su política. El apoyo a Barack Obama por una mayoría latina certificaría el deceso de los fantasmas del prejuicio latinoamericano.

hcletters@netzero.com
Prof. adj. Univ. de Calif. en Irving

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Modales de izquierda

Publicado el jueves 05 de junio del 2008

By VICENTE ECHERRI

Si algo distingue a estos socialistas que han llegado al poder en América Latina es la ordinariez de sus modales, su agresiva bravuconería, su talante de matones de barrio. En nombre del pueblo que los ha elegido suelen pronunciarse con grosera altanería, con hábitos y conductas de auténticos canallas, lo cual, por reflejo, rebaja a todos sus votantes.

Hace pocos años, este indigno papel lo monopolizaban los cubanos, y no sólo en la persona del déspota. El castrismo era, más allá de cualquier ideología, esencialmente vulgar, una gestión política que, deliberadamente, había suprimido y perseguido casi todos los modelos de refinamiento. Sus dirigentes eran una caterva de chabacanos que habían expurgado de su conducta cualquier prurito de corrección. Estas maneras se advirtieron desde el mero principio, cuando aquella pandilla de facinerosos llegaba a imponer su desaliño y sus hedores en los mismos ambientes donde hasta un rato antes primara el bien vestir realzado por las fragancias de Guerlain y Patou.

Después, la degeneración fue indetenible. Cada nueva generación de dirigentes fue peor que la anterior. El rostro de Cuba en los foros internacionales no hacía más que afearse. Sus cancilleres durante casi cinco décadas han sido una retahíla de patanes. Los cubanos, que nos avergonzaba aquel carnicero devenido canciller que fue Isidoro Malmierca (cualquier errata en el apellido es permisible), tendríamos aún que asombrarnos con el híbrido de torero y mensajero de botica que fue luego Robaina, para quedarnos mudos frente a la grotesca figurilla, lumpen toda ella, desde la suela de los zapatos hasta el pelo, que es el tal Pérez Roque: el más cabal modelo de ''hombre nuevo'' producido por el socialismo castrista.

Ahora, gracias a la reciente pujanza de la nueva izquierda, vemos como ese modelo se reproduce y se hace oír en la escena latinoamericana. Su más acabado ejemplar, como bestia que hubiesen cazado a lazo en la selva del Orinoco para investirlo de poderes, es sin duda Hugo Chávez: voz, gesto, estridencia, desprecio por la verdad y ausencia casi absoluta de decoro. Cuando se ve enfrentado a sus delitos, como lo hiciera recientemente el gobierno de Colombia, o a sus desaguisados de mandante corrupto e ineficaz, apela al insulto y al sarcasmo, al manido expediente de descalificar a sus adversarios o acusadores con injurias.

Los ministros de Chávez y los nuevos mandatarios amigos suyos no han demorado en imitarlo. Haciendo buena la máxima de que ''la mejor defensa es el ataque'', no pierden ocasión de mostrar su crispada soberbia en cualquier foro donde se les cuestiona. A este perfil de canalla tonante responde Nicolás Maduro, el canciller de Venezuela, con un insulto de lupanar a bocajarro; o el presidente Correa, con su cara de buldog ofendido que espera liquidar cualquier crítica con una sorna altiva; o su ministra de Relaciones Exteriores, que parece haber encontrado en la iracundia un permanente estilo; o esa plebeyez personificada que es Daniel Ortega, individuo sin un átomo de nobleza, que exuda indignidad y provoca una invencible repugnancia.

En manos de esta gavilla de pelafustanes está buena parte de América Latina y, con la excepción de Castro, todos han advenido al poder legalmente, valiéndose de la vía democrática que en el fondo detestan. Es decir, que han sido electos --en el caso de los mandatarios-- por la mayoría de sus conciudadanos, quienes, de alguna manera y en algún momento, se han identificado con ellos.

Estos resultados revelan no sólo el cansancio de algunos pueblos con sus élites políticas tradicionales (lo cual podría ser obvio), sino su abandono de ciertos criterios de refinamiento que, auténtica o falsamente, las clases dirigentes en nuestros países, y durante mucho tiempo, intentaron representar. Que las clases menos cultas hayan exaltado a sus iguales a las primeras magistraturas e incluso hayan llegado a imponer sus ''maneras'' en palacio y en el debate público (nacional e internacional) sólo revela una profunda incapacidad de la democracia en nuestra región para preservar un modelo político y social que surgió con la Ilustración.

©Echerri 2008

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