sábado, 10 de enero de 2009

Sobre el anquilosamiento nuestras elites

A continuación incluyo un artículo publicado ayer por El Nuevo Herald donde el autor Andrés Reynaldo explora entre otras cosas cómo se anquilosa el pensamiento de las elites, fénomeno tristemente común en América Hispana, como el propio autor reconoce, aunque con el tan desdichado como generalizado término "América Latina".

La huella del viajero
ANDRES REYNALDO

Cuando el escritor trinitario Vidiadhar Surajprasad Naipaul recibió el Premio Nobel de Literatura del 2001, dijo que era un extraordinario tributo tanto a Inglaterra, su hogar, como a la India, el hogar de sus ancestros. ¿Y la república de Trinidad y Tobago? ¿Así que a la hora de su consagración ante el mundo le estaba dando el esquinazo a la patria? ¿Era posible, e incluso moral, que este insigne escritor incurriera en el pecado de ningunear a la tierra que lo vio nacer?

La respuesta de Naipaul va implícita en su obra. Su patria le había dado muy poco, en caso de que no hubiera sido un obstáculo. Acaso el mayor de los obstáculos. La relación del individuo con la nación se define por la lengua, la raza, la cultura y la pertenencia a un territorio. Nadie, en el fondo, puede dejar de ser trinitario o tailandés. Por mucho que se lo proponga, y aunque haya abandonado el terruño a temprana edad, le será imposible vivir de espaldas a su origen sin riesgo de neurosis. Sin embargo, las circunstancias del accidente natal (no podemos elegir donde nacer) a veces quedan muy por debajo del debido pacto de reciprocidad entre la nación y el ciudadano. Dicho con crudeza: a veces nacemos en una patria enemiga.

El nacionalismo es la más poderosa de las fuerzas políticas y culturales. A mediados del siglo XIX, las ideas nacionalistas estaban profundamente ligadas al quehacer liberal. Cincuenta años más tarde, emergen en Europa unos nacionalismos integracionistas que buscan la expansión territorial a expensas de otras naciones y pueblos. Luego, el fascismo y el comunismo convertirán el nacionalismo en una eficaz herramienta de dominio y supresión de las minorías. La acrítica complacencia del ideal nacional romántico abona el agresivo absolutismo del ideal nacional totalitario. La patria deja de ser hogar para convertirse, según convenga, en escuela o cárcel.

En el tercer mundo, el nacionalismo nutre la rebelión contra el colonialismo, así como la la afirmación de la identidad. Pero apenas se constituye el nuevo Estado, por lo general, surge una modalidad nacionalista represiva y excluyente. Aun en aquellos países donde existe un marco democrático es frecuente que el sistema educativo y, principalmente, la universidad, sean incapaces de fomentar un ambiente de científico debate sobre las particularidades nacionales. Al sacralizar la virtud del país (o del grupo de poder predominante) a pesar de sus manifiestas limitaciones, se corrompe la esfera de la inteligencia. Venga a cuento una autocomplaciente cita del cubano José Martí: ''Nuestro vino, de plátano; y si es agrio, es nuestro vino''. Ejemplo validado por la contradicción: Martí, hombre de finos gustos, sentía una persistente preferencia por el vino de Chianti.

Generaciones tras generaciones son privadas de contrastar, sin prejuicios, su particular tradición con los cánones de sus respectivas épocas. Al tomar cautela frente a un referente universal, se deja de prestar obediencia a las categorías. La catástrofe genera una mala conciencia. A la callada se comparte la sospecha de que el poeta nacional es un talento secundario y que los estilos arquitectónicos son groseramente derivativos, por decir. Pero las señas de identidad están comprometidas con el fraude. Florecen las categorías oportunistas, teñidas de un transparente sentimiento de inferioridad. Se habla, pues, del Lord Byron de Jalisco, el Versalles de Tegucigalpa y el Christian Dior de la Coruña.

Es así que acaban por formarse elites retardatarias, ensimismadas en una parroquial dimensión, cuyo único logro consiste en perpetuar la pereza especulativa y la justificación de la imperfección autóctona. Paradójicamente, en el afán de proteger su cultura frente a todo modelo superior acaban por estancarla en un nivel subsidiario. Las consecuencias de este fenómeno en las tradiciones políticas son nefastas y ahí tenemos a América Latina. Países de inagotables y múltiples recursos languidecen en la periferia del progreso debido a la mediocridad de sus elites. Sean de izquierdas o derechas, éstas coincidirán sin pestañear en obstruir cualquier avance teórico y material que cuestione una identidad nacional afincada, en buena parte, sobre estructuras compensatorias.

Nadie puede negar que la acelerada globalización de nuestros días exige un proyecto verdaderamente humanista, que salvaguarde las idiosincrasias culturales, religiosas y sociales, y sirva de valladar a la arrolladora acometida de los más brutales intereses. Una globalización del saber y la solidaridad antes que del mercado. Pero es evidente que, salvo excepciones, la protesta tercermundista contra el ímpetu globalizador se debe a la renuencia a asumir un patrón nacionalista afín con los altos valores de civilización, los derechos individuales y el imperio de la ley. En suma, un modelo que favorezca la crítica de la nacionalidad.

Seamos sinceros, hay patrias que arrojan un lastre abrumador sobre el genio, la iniciativa y la decencia de sus mejores hijos. Por supuesto, ninguno escapa sin pagar su peaje de dolor. No se huye indemne de una madre abusiva, que invoca sus prerrogativas para cortarte las alas y, si le apremia, la lengua. (Los nacionalismos totalitarios practican, como profilaxis, la castración.) Naipaul quería vivir, dicho en sus palabras, como el espectador, como el viajero por excelencia.

''Yo he surgido del fuego emancipatorio'', dijo en su juventud. "Yo quiero crearme a mí mismo. Yo quiero concebir mi propia filosofía. Yo quiero ver lo bueno y lo malo''.

En Londres, esa exaltación del yo discurrió en el espíritu de una amplia y saludable cultura, encontró su jardín, hizo comunión con sus iguales. En otros muchos lugares Naipaul pudo haber sido condenado, cuando menos, a una estéril indiferencia. Cierto, Naipaul le dio la espalda a Trinidad y Tobago para alterar radicalmente, como destaca Patrick French, la manera en que escritores y lectores perciben el mundo. Una proeza intelectual de rango universal. De paso, mire usted, se erigió en el más grande de los escritores trinitarios.

No hay comentarios: